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Nietzsche sobre el cristianismo (Fragmentos de sus libro "El anticristo")..

 
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.... Y justamente aquí toco yo el problema de la psicología
del redentor.

Confieso que pocos libros leo con tanta dificultad como los
Evangelios. Estas dificultades son diferentes de aquellas en cuya demostración
la docta curiosidad del espíritu alemán ha conseguido uno
de sus más innegables triunfos. Es ya remoto el tiempo en que también
yo, como todo joven docto, saboreaba, con la prudente lentitud de
un filólogo refinado, la obra del incomparable Strauss. Tenia entonces
veinte años: hoy soy demasiado serio para estas cosas. ¿Qué me importan
a mí las contradicciones de la tradición? ¿Cómo se puede llamar
tradiciones a las leyendas genéricas de santos? Las historias de
santos son la literatura más equívoca que existe: emplear con ellas
métodos científicos, “si no poseemos otros” documentos, me parece
cosa condenada a priori; es un simple pasatiempo de eruditos.

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Lo que a mí me importa es el tipo psicológico del redentor. Éste
podría estar contenido en los Evangelios a despecho de los Evangelios,
por cuanto éstos son mutilados o sobrecargados de rasgos extraños:
como el tipo de Francisco de Asís está contenido en sus leyendas
a despecho de sus leyendas. No se trata de la verdad sobre aquello que
él ha hecho o dicho, sobre el modo como murió realmente, sino del
problema de si su tipo puede ser en general representado aún, si es
tradicional.

Las tentativas que yo conozco de leer en los Evangelios hasta la
historia de un alma, me parecen pruebas de una ligereza psicológica
abominable. El señor Renan, este payaso in psicologicis, ha aportado
para su explicación del tipo de Jesús las dos ideas más inadecuadas
que a este propósito se pudieran imaginar: la idea de genio y la idea
de héroe (heros). Pero si hay una idea poco evangélica, es la idea de
héroe. Aquí se ha convertido en instinto precisamente lo contrario de
toda lucha, de todo sentimiento de lucha: aquí, la incapacidad de resistir
se hace moral (no resistir al mal es la más profunda palabra del
Evangelio, en cierto sentido es su clave), la beatitud está en la paz, en
la dulzura del ánimo, en la imposibilidad de ser enemigos. ¿Qué significa
la buena nueva? Significa que se ha hallado la verdadera vida,
la vida eterna, no en una promesa, sino que ya existe, está en nosotros;
como un vivir en el amor, en el amor sin detracción o exclusión, sin
distancia. Cada uno de nosotros es hijo de Dios...; Jesús no pretende
absolutamente nada por sí solo; cada uno de nosotros es igual a otro
como hijo de Dios...

¡Hacer de Jesús un héroe!... ¡Y qué error la palabra genio! Todo
nuestro concepto, todo concepto de espíritu propio de nuestra cultura
carece de sentido en el mundo en que vive Jesús. Para hablar con el
rigor del fisiólogo, aquí estaría en su puesto otra palabra... Nosotros
conocemos un estado de morbosa excitabilidad del sentido del tacto,
que retrocede ante todo contacto, ante la idea de apresar cualquier
objeto sólido. Transportemos a su última lógica semejante habitus
fisiológico, como odio instintivo de toda realidad, como una fuga a lo
intangible, a lo incomprensible, como repugnancia a toda fórmula, a
toda noción de tiempo y de espacio, a todo lo que es fijo, costumbre,
institución, Iglesia; como un habitar en un mundo no tocado de ninguna 
especie de realidad, en un mundo simplemente interior, verdadero,
eterno... “El reino de Dios está en vosotros”...

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El odio instintivo contra la realidad es consecuencia de una extrema
incapacidad de sufrimiento y de irritación, que no quiere ya ser
en general tocada, porque de todo contacto recibe una impresión demasiado
profunda.

La exclusión instintiva de todo lo que nos repugna, de toda enemistad,
de todo límite y distancia en el sentimiento, es consecuencia
de una extrema incapacidad de sufrimiento y de irritación, que siente
ya como un dolor intolerable (o sea como nocivo, como desaconsejado
por el instinto de conservación) toda resistencia, toda necesidad de
resistir, y sólo conoce la beatitud (el placer) en no oponerse ya a nada,
ni al alma ni al bien, y considerar el amor como la única, como la
última posibilidad de vida.

Éstas son las dos realidades fisiológicas sobre las cuales y de las
cuales ha crecido la doctrina de la redención. La llamo un sublime
ulterior desarrollo del hedonismo sobre bases completamente morbosas.
Contiguo a éste, si bien con fuerte adición de vitalidad y fuerza
nerviosa griega, está el epicureísmo, la doctrina pagana de la redención.
Epicuro fue un decadente típico: yo fui el primero en reconocerle
como tal. El miedo al dolor, hasta de lo que en el dolor hay de infinitamente
pequeño, no puede fundar otra cosa que una religión del
amor.

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Por anticipado he dado mi respuesta al problema. Su premisa es
ésta: que el tipo del Redentor nos ha sido transmitido de un modo
completamente desfigurado. Esta desfiguración tiene en sí mucha verosimilitud:
semejante tipo no podía, por muchas razones, subsistir
puro, entero. El ambiente en que se movió esta extraña figura debió
dejar huellas en él, y aún más la historia, la índole de las primeras
comunidades cristianas: esta índole, reaccionando sobre el tipo, lo
enriqueció con rasgos que se deben interpretar como motivados por el
proselitismo y con fines de propaganda. Aquel mundo extraño y enfermizo
en que nos introducen los Evangelios, un mundo que parece
salido de una novela rusa, en que los desechos de la sociedad, las enfermedades
nerviosas y un pueril idiotismo parecen darse cita, debe en
todo caso haber formado el tipo más grosero: particularmente los primeros
discípulos traducen en su propia crudeza un ser ondulante
constantemente entre símbolos y cosas incomprensibles, para poder
comprender de ellos alguna cosa; para ellos, el tipo no existió hasta
que pudo ser adaptado a otras formas más conocidas. El profeta, el
Mesías, el futuro juez, el maestro de moral, el taumaturgo, Juan Bautista,
fueron otras tantas ocasiones para hacer que variase el tipo...

Finalmente, no despreciemos lo que es propio de toda gran veneración,
especialmente de una veneración sectaria; ésta borra en la
criatura venerada los rasgos originales, a menudo penosamente extraños,
y las idiosincrasias: ni los ve siquiera. Habría que lamentar que
un Dostoyevsky no hubiera vivido cerca de este interesantísimo decadente,
o sea un hombre que supiera sentir precisamente el encanto
irresistible de semejante mezcla de sublimidad, de enfermedad y de
puerilidad. Un último punto de vista: el tipo podría, en calidad de tipo
de decadencia, haber sido efectivamente múltiple y contradictorio de
modo particular: no se puede excluir totalmente tal posibilidad. Sin
embargo, todo nos induce a negarla: precisamente en este caso la tradición
debería ser notablemente fiel y objetiva; pero nosotros tenemos
razón para admitir lo contrario de esto. Entretanto es manifiesta una
contradicción entre el predicador de la montaña, del lago y de los
campos, cuya aparición exige una especie de Buda sobre un terreno
mucho menos indio, y aquel fanático del ataque, aquel enemigo mortal
de los teólogos y de los sacerdotes, que la malignidad de Renan
glorificó como le grand maitre en ironie. Yo mismo no dudo que una
cantidad copiosa de bilis (y hasta de esprit) se haya vertido sobre el
tipo del maestro por el estado de ánimo excitado de la propaganda
cristiana: se conoce muy bien la falta de escrúpulos de todos los sectarios
cuando hacen la propia apología partiendo de su maestro. Cuando
la primera comunidad necesitó de un teólogo judicante, litigante, furioso,
malignamente sutil, contra los teólogos, se creó su Dios según
sus necesidades: y sin ambages puso en su boca aquellos conceptos
totalmente no evangélicos de que no podía prescindir, los del retorno,
del juicio final, de toda clase de expectaciones y promesas temporales...

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Insisto que no admito que se introduzca el fanático en el tipo del
redentor: la palabra impérieux, de que se sirve Renan, ya basta por sí
sola para anular el tipo. La buena nueva es precisamente ésta, que ya
no hay contradicciones; el reino de los cielos pertenece a los niños; la
fe que se hace sentir no es una fe conquistada, existe, es desde el principio,
es, por decirlo así, una puerilidad referida al campo espiritual.

El caso de la pubertad retrasada y no desarrollada, en el organismo,
como lógica consecuencia de la degeneración, es familiar por lo menos
a los fisiólogos.

Semejante fe no se encoleriza, no censura, no se defiende, no
empuña la espada, no sospecha siquiera en qué medida podría un día
dividir a los hombres. No se demuestra ni con los milagros, ni con
premios, ni con promesas, y mucho menos con la escritura: ella misma
es en todo momento su milagro, su premio, su demostración, su
reino de Dios. Esta fe no se formula siquiera, vive y se guarda de las
fórmulas. Ciertamente, el caso del ambiente, de la lengua, de la educación,
determina cierto círculo de ideas: el cristianismo primitivo
manipula únicamente ideas semiticojudaicas (el comer y beber en la
Santa Cena forma parte de tales ideas; de esta idea abusó malamente
la Iglesia, como de todo lo judaico). Pero cuidémonos de ver en esto
más que un lenguaje figurado, una semiótica, una ocasión de crear
símbolos. Para este antirrealista el hecho de que ninguna palabra fuera
tomada a la letra era la condición preliminar para poder hablar en
general. Entre los indios se habría servido de las ideas de Sankhyam,
entre los chinos, de las de Laotse, sin encontrar diferencias entre éstas.
Con una cierta tolerancia en la expresión, podríamos decir de Jesús
que era un espíritu libre, rechazaba todo lo dogmático: la letra mata,
todo lo que es dogmático mata. El concepto, la experiencia, la vida,
como sólo él la conoce, se opone para él a toda especie de palabra, de
fórmula, de ley, de fe, de dogma. Sólo habla de lo más entrañable:
vida, o verdad, o luz son las palabras de que se sirve para indicar las
cosas más intimas; todo lo demás, toda la realidad, toda la naturaleza,
la lengua misma, sólo tiene,para él el valor de un signo, de un símbolo.
En este punto no debemos engañarnos, por grande que sea la seducción
que existe en el prejuicio cristiano, o, mejor, eclesiástico: semejante
simbolista por excelencia está fuera de toda religión, de toda
idea de culto, de toda historia, de toda ciencia natural, de toda experiencia
del mundo, de toda ciencia, de toda política, de toda psicología,
de todos los libros y de todas las artes; su sabiduría consiste precisamente
en que creer que existan cosas de este género es pura locura.
La cultura no le es conocida ni de oídas, no tiene necesidad de luchar
contra ella, no la niega... Lo mismo se puede decir del Estado, de toda
organización y de la sociedad burguesa, del trabajo, de la guerra; no
tuvo nunca motivo para negar el mundo, ni siquiera sospechó el concepto
eclesiástico del mundo...; precisamente lo que no puede hacer es
negar.

También falta la dialéctica, falta la idea de que una fe, una verdad,
puede ser demostrada con argumentos (sus pruebas son luces
internas, sentimientos internos de placer y afirmaciones internas de sí
mismo, simples pruebas de Fuerza).
Semejante doctrina no puede ni siquiera contradecir; no comprende
que haya otras doctrinas, que pueda haberlas: no sabe imaginar
un criterio opuesto... Cuando lo encuentra se entristece, por íntima
compasión, de la ceguera- porque ve la luz-, pero no hace objeciones.

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En toda la psicología del Evangelio falta el concepto de culpa y
castigo y asimismo el de recompensa. El pecado, cualquier relación de
distancia entre Dios y el hombre, es abolido; precisamente ésta es la
buena nueva. La felicidad no es prometida, no está sujeta a condiciones,
es la única realidad; lo demás son signos que sirven para hablar
de ella...

La consecuencia de tal estado de ánimo se proyecta en una nueva
práctica, en la verdadera práctica evangélica. Lo que distingue al cristiano
no es una fe: el cristiano obra, se distingue, por otro modo de
obrar. Se distingue en que no ofrece resistencia, ni con sus palabras ni
con su corazón, a quien le hace daño; no hace diferencia entre extranjero
y conciudadano, entre hebreos y no hebreos (el prójimo es
realmente el compañero de fe, el hebreo); el que no se encoleriza contra
nadie ni desprecia a nadie; el que no se deja ver en los tribunales
ni reclama cosa alguna (no jurar); el que en ningún caso, ni siquiera
cuando está demostrada la infidelidad de la mujer, se separa de su
mujer. Todo esto, en el fondo es un solo principio, es consecuencia de
un solo instinto.

La vida del redentor no fue otra cosa que esta práctica, su misma
muerte no fue nada más... No tenía ya necesidad de fórmulas ni de
ritos en sus relaciones para con Dios, ni siquiera de la oración. Quiso
prescindir de toda la doctrina judaica, de la penitencia y de la reconciliación:
sabe que únicamente la práctica de la vida es la que hace
que el hombre se sienta divino, bienaventurado, evangélico, en todo
tiempo hijo de Dios. No penitencia, no la “oración” para obtener el
“perdón” son las vías que conducen a Dios: únicamente la práctica
evangélica conduce a Dios, ¡ella es precisamente “Dios”!

Lo que suprimió el evangelio fue el judaísmo de las ideas de pecado,
perdón de pecado, fe, salvación mediante la fe; toda la doctrina
eclesiástica judía fue negada en la buena nueva.
El profundo instinto del modo como se debe vivir para sentirse
en el cielo, para sentirse eterno, mientras que con toda otra actitud no
se siente uno en el cielo: ésta únicamente es la realidad psicológica de
la redención. Una nueva conducta, no una nueva fe...

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Si yo entiendo algo de este gran simbolista, es el hecho de que
tomó como realidades, como verdades, únicamente las realidades interiores,
que comprendió todo lo demás, todo lo que es natural: el tiempo,
el espacio, la historia, como signos, como ocasiones para
imágenes. La idea de hijo del hombre no es la de una persona concreta,
perteneciente a la historia, algo de singular, de único, sino un hecho
eterno, un símbolo psicológico separado de la noción de tiempo.
Lo mismo puedo decir, y en el más alto sentido, del Dios de este simbolista
típico, del reino de Dios, del reino de los cielos, de la cualidad
de hijos de Dios. Nada menos cristiano que la crudeza de la Iglesia,
que imagina un Dios como una persona, un reino de Dios que viene,
un reino de los cielos puesto más allá, un hijo de Dios que es la segunda
persona de la trinidad. Todo esto es- perdóneseme la expresiónun
puñetazo en los ojos (¡oh, y sobre que ojos!) del Evangelio: un cinismo
histórico mundial en la irrisión del símbolo... Y, sin embargo,
es evidente lo indicado con los signos de padre y de hijo (no es evidente 
para todos, lo admito); con la palabra hijo se expresa la introducción
en un sentimiento de transfiguración de todas las cosas (la
beatitud); con la palabra padre se expresa este mismo sentimiento: el
sentimiento de la eternidad y de la perfección. Me avergüenzo de pensar
lo que la Iglesia ha hecho de este símbolo: ¿No ha puesto en el
umbral de la fe cristiana una historia de Anfitrión? ¿Y no ha añadido
un dogma de la inmaculada concepción? Pero de este modo ha maculado
la concepción...

El reino de los cielos es un estado del corazón, no una cosa que
advierte en la tierra o después de la muerte. Todo el concepto de la
muerte natural falta en el Evangelio: la muerte no es un puente, un
paso; falta porque es propia de un mundo completamente diverso,
puramente aparente, útil sólo para fabricar signos con que expresarnos.
La hora de la muerte no es un concepto cristiano: la hora, el
tiempo, la vida física y sus crisis no existen para el maestro de la buena
nueva... El reino de Dios no es cosa esperada: no tiene un ayer ni
un mañana, no llegará dentro de mil años, es una esperanza de un
corazón, está en todas partes y en ninguna...

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Este dulce mensajero murió como vivió, como enseñó, no para
redimir a los hombres, sino para mostrar cómo se debe vivir. Lo que
dejó como legado a la humanidad es una práctica: su actitud frente a
los jueces, esbirros, acusadores y cualquier clase de calumnia y de
escarnio, su actitud en la cruz. No resiste, no defiende su derecho, no
da un paso para alejar de si la ruda suerte, antes por el contrario, la
provoca... Y ruega, sufre, ama con aquello, en aquellos que hacen el
mal... No defenderse, no indignarse, no atribuir responsabilidad...
Pero igualmente no resistir al mal, amarlo...

Sólo nosotros, espíritus libres, poseemos las condiciones necesarias
para comprender una cosa que diecinueve siglos no han comprendido:
aquella probidad convertida en instinto y pasión que hace la
guerra a la santa mentira, aún más que a toda otra mentira... Se estaba
infinitamente lejos de nuestra neutralidad amorosa y prudente, de
aquella disciplina del espíritu que únicamente hace posible adivinar
cosas tan extrañas a nosotros, tan delicadas: se quiere siempre, con
desvergonzado egoísmo, ver en aquellas cosas únicamente el propio
provecho; se ha fundado la Iglesia sobre lo contrario del Evangelio...

El que buscara indicios de este hecho, de que detrás del gran
teatro de los mundos hay una divinidad irónica que maneja los hilos,
no encontraría confirmación alguna en aquel prodigioso punto de interrogación
que se llama cristianismo. En vano se busca una forma
más grande de ironía en la historia mundial que ésta: que la humanidad
se arrodilla ante lo contrario de lo que fue el origen, el sentido, el
derecho del Evangelio; que en el concepto de Iglesia ha santificado
precisamente lo que el dulce mensajero considera por bajo de sí, detrás
de sí.

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Nuestra época blasona de su sentido histórico: ¿cómo ha podido
imponerse el absurdo de que en los comienzos del cristianismo se encuentre
la grosera fábula de un taumaturgo y de un redentor, y que
todo el elemento espiritual y simbólico sea sólo un desarrollo más tardío?
Y a la inversa, la historia del cristianismo- a partir de la muerte
en la cruz- es la historia del error, cada vez más grosero, de un simbolismo
originario. Con la difusión del cristianismo sobre masas aún
más vastas, aún mas rudas, a las que les faltaban siempre las premisas
de que el cristianismo partió, se hizo cada vez más necesario vulgarizar,
barbarizar el cristianismo: éste absorbió en sí doctrinas y ritos de
todos los cultos subterráneos del imperium romanum, los absurdos de
todas las razones e imaginaciones enfermas. El destino del cristianismo
consiste en la necesidad de que su fe se contaminara de esta enfermedad,
se hiciera baja, vulgar, como enfermizas, bajas y vulgares
eran las necesidades que se pretendía satisfacer con ella. Finalmente,
la barbarie enfermiza se adicionó para formar el poder en calidad de
Iglesia; de Iglesia, que es la forma de la enemistad formal contra toda
probidad, contra toda alteza de ánima, contra toda disciplina del espíritu,
contra toda generosa y buena humanidad. Los valores cristianos
por una parte, los nobles por otra: ¡nosotros los primeros, nosotros
espíritus libres, hemos restablecido este contraste de valores, el mayor
que existe!

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Al llegar aquí no puedo contener un suspiro. Hay días en que
anida en mí un sentimiento más negro que la más negra melancolía:
el desprecio de los hombres. Y para que no quede duda sobre lo que yo
desprecio y a quién desprecio, diré que desprecio al hombre moderno,
al hombre del cual yo soy desgraciadamente contemporáneo. El hombre
de hoy... Su impura respiración me ahoga. Contra el pasado, yo,
como todos los estudiosos, alimenté una gran tolerancia, es decir, me
hago generosamente violencia a mí mismo: yo atravieso el mundo-
manicomio de milenios enteros con prudencia tétrica, ya se llame
cristianismo, o fe cristiana o Iglesia cristiana; me guardo mucho de
hacer a la humanidad responsable de las enfermedades que han afligido
su espíritu. Pero mi sentimiento se rebela apenas me interno en los
tiempos modernos, en nuestro tiempo.

Nuestro tiempo es sabio... Lo que en otro tiempo era simplemente
malsano, hoy es indecente, es indecente ser hoy cristiano. Y
aquí comienza mi náusea. Yo miro en torno a mí: ya no queda una
palabra de todo lo que en otro tiempo se llamaba verdad; nosotros no
podemos ya soportar que un sacerdote pronuncie solamente la palabra
verdad. Aún teniendo las más modestas pretensiones a la probidad,
hoy se debe saber que un teólogo, un sacerdote, un papa, con cualquier
frase que pronuncia no sólo se equivoca, sino que miente, y que no es
ya libre de mentir por inocencia, por ignorancia. También sabe el sacerdote,
como lo sabe cualquiera, que no hay Dios, ni pecado, ni redentor;
que libre albedrío y orden moral del mundo son mentiras: la
seriedad, la profunda victoria del espíritu sobre sí mismo no permiten
ya a nadie que sea ignorante sobre estas cosas... Todas las concepciones
de la Iglesia son reconocidas por lo que son, como la más triste
acuñación de moneda falsa que ha existido hecha con el fin de desvalorizar
la naturaleza y los valores naturales: el sacerdote mismo es
reconocido como lo que es, como la más peligrosa especie de parásito,
como la verdadera araña venenosa de la vida... Nosotros sabemos,
nuestra conciencia sabe hoy, qué valen en general aquellas funestas
invenciones de los sacerdotes y de la Iglesia, de qué servirán, esto es,
para conseguir aquel estado de damnificación de la humanidad, cuyo
espectáculo produce náuseas, los conceptos de más allá, juicio final,
inmortalidad del alma, el alma misma, sin instrumentos de tortura y
sistemas de crueldad, en virtud de los cuales el sacerdote se hizo el
amo y siguió siendo el amo... Todos saben esto, y sin embargo todo
sigue igual. ¿Dónde ha ido a parar el último sentimiento del decoro,
del respeto de sí mismo, si hasta nuestros hombres de Estado- por lo
demás, una especie de hombres y de anticristianos bastante descocada
en la práctica- se llaman aún hoy cristianos y toman la comunión?

¡Un joven príncipe a la cabeza de sus regimientos, espléndido
como expresión del egoísmo y de la elevación de su pueblo, profesa
sin pudor el cristianismo! Pero ¿que es lo que niega el cristianismo?
¿Qué es lo que llama mundo? El hecho de ser soldado, de ser juez, de
ser patriota; el de defenderse, de atenerse al propio honor, de querer el
propio provecho, de ser orgulloso... Toda práctica de cada momento,
todo instinto, toda valoración que se convierte en hecho es hoy anticristiana;
¡qué aborto de falsedad debe ser el hombre moderno para no
avergonzarse todavía de llamarse cristiano!

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Retrocedamos y contemos la verdadera historia del cristianismo.
Ya la palabra cristiano es un equivoco: en el fondo no hubo más que
un cristiano, y éste murió en la cruz. El Evangelio murió en la cruz.

Lo que a partir de aquel momento se llamó evangelio era lo contrario
de lo que él vivió; una mala nueva, un Dysangelium. Es falso hasta el
absurdo ver la característica del cristiano en una fe, por ejemplo, en la
fe de la redención por medio de Cristo: únicamente la práctica cristiana,
el vivir como vivió el que murió en la cruz es lo cristiano... Aun
hoy, tal vida es posible para ciertos hombres, y hasta necesaria: el verdadero,
el originario cristianismo será posible en todos los tiempos.

No una creencia, sino un obrar, sobre todo, un no hacer muchas cosas,
un ser de otro modo... Los estados de conciencia, por ejemplo, una fe,
un tener por verdadero- toda psicología sobre este punto- son perfectamente
indiferentes y de quinto orden, comparados con los valores de
los instintos: hablando más rigurosamente, toda la noción de causalidad
espiritual es falsa. Reducir el hecho de ser cristianos, la cristiandad,
al hecho de tener una cosa por verdadera, a un simple
fenomenalismo de la conciencia, significa negar el cristianismo. En
realidad, jamás hubo cristianos. El cristiano es simplemente una psicológica
incomprensión de sí mismo. Si mira mejor en él verá que, a
despecho de toda fe, dominan simplemente los instintos, ¡y qué instintos!
La fe fue en todos los tiempos, por ejemplo, en Lutero, sólo una
capa, un pretexto, un telón, detrás del cual los instintos desarrollaban
su juego; una hábil ceguera sobre la dominación de ciertos instintos...
la fe- yo la he llamado ya la verdadera habilidad cristiana-; se habló
siempre de fe, se obró siempre por sólo el instinto... En el mundo
cristiano de las ideas no se presenta nada que tanto desflore la realidad;
por el contrario, en el odio instintivo contra toda realidad reconocemos
el único elemento impelente en la raíz del cristianismo. ¿Qué
es lo que se sigue de aquí? Se sigue que también in psychologicis el
error es radical, o sea determinador de la esencia, o sea de la sustancia.

Quítese aquí una sola idea, póngase en su puesto una sola realidad,
y todo el cristianismo se precipita en la nada. Mirando desde lo
alto, este hecho, insólito entre todos los hechos, una religión no sólo
plagada de errores, sino sólo creadora de errores nocivos, que envenenan
la vida y el corazón, y hasta genial en inventarlos, es un espectáculo
para los dioses, para divinidades, que lo son también los
filósofos, y que yo, por ejemplo, he hallado, en aquellos famosos diálogos
de Naxos. En el momento en que la náusea abandona a estas
divinidades (¡y nos abandona a nosotros!) se hacen agradecidas al
espectáculo que ofrecen los cristianos; aquella miserable pequeña estrella
que se llama Tierra, merece acaso únicamente en gracia a este
curioso caso una mirada divina, un interés divino... Nosotros estimamos
muy poco el cristianismo: el cristiano falso hasta la inocencia
deja atrás a los monos; respecto de los cristianos, una conocida teoría
de la descendencia es una pura amabilidad...

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El hecho del Evangelio se decide con la muerte, está suspendido
de la Cruz... Precisamente la muerte, aquella muerte inesperada y vergonzosa,
precisamente la cruz, que en general estaba reservada solamente
a la canalla, sólo esta horrible paradoja puso a los discípulos
frente al verdadero enigma: ¿quién era éste?, ¿qué era esto? El sentimiento
sacudido y profundamente ofendido, la sospecha de que semejante 
muerte pudiera ser la refutación de su causa, el terrible signo de
interrogación ¿por qué precisamente así?, este estado de ánimo se
comprende harto fácilmente. Aquí todo debía ser necesario, tenía un
sentido, una razón, una altísima razón, el amor de un discípulo no
conoce el azar. Sólo entonces se abrió el abismo: ¿quién lo abrió?,
¿quién fue su enemigo natural? Esta pregunta fue lanzada como un
relámpago. Respuesta: el judaísmo “dominante”, su clase más alta.
Desde aquel momento los hombres se sintieron en rebelión contra el
orden social, al punto se sintió a Jesús como en rebelión contra el orden
social. Hasta entonces faltaba en su figura este rasgo belicoso,
negador, por la palabra y la acción; aún es más: era todo lo contrario.

Evidentemente, la pequeña comunidad no comprendió justamente lo
principal, lo que constituía un modelo en este modo de morir: la libertad,
la superioridad sobre todo sentimiento de rencor; ¡signo de
cuán poco se comprendía de él en general! En sí, Jesús, con su muerte,
no pudo querer otra cosa que dar públicamente la prueba, la demostración
poderosa de su doctrina... Pero sus discípulos estaban muy lejos
de perdonar su muerte, lo que habría sido evangélico en el más alto
sentido, o de “ofrecerse” a semejante muerte con dulce y amable tranquilidad
de corazón... Prevaleció el sentimiento menos evangélico: la
venganza. Era imposible que la causa concluyese con esa muerte: hubo
necesidad de represalias, de juicio (y, sin embargo, ¿qué cosa menos
evangélica que la represalia, el castigo, el juzgar?) Una vez más
pasó al primer término la expectación popular de un Mesías; se tomó
en consideración un momento histórico: el reino de Dios había de
venir para juzgar a sus enemigos... Pero con esto se confundió todo:
¡el reino de Dios considerado como acto final, como promesa! El
Evangelio, sin embargo, había sido precisamente la existencia, el
cumplimiento, la realidad de este reino de Dios. Entonces precisamente
se introdujo en el tipo del maestro todo el desprecio y la amargura
contra los fariseos y los teólogos, ¡y con esto se hizo de él un
fariseo y un teólogo! Por otra parte, la salvaje veneración de estas almas
salidas completamente de sus quicios no toleró ya la igualdad de
todos los hombres como hijos de Dios, igualdad evangélica que Jesús
había predicado; su venganza consistió en levantar en alto a Jesús de
un modo extravagante, en separarlo de ellos; lo mismo que en otro
tiempo los hebreos, para vengarse de sus enemigos, separaron de ellos
a su propio Dios y lo elevaron en alto. El Dios único, el único hijo de
Dios; ambos son productos del rencor...

41
Entonces surgió un absurdo problema: ¿cómo pudo Dios permitir
esto? A esta pregunta, la razón de la pequeña comunidad perturbada
encontró una respuesta terriblemente absurda: Dios dio su hijo para la
remisión de los pecados, como víctima. ¡De este modo se concluyó de
un golpe con el Evangelio! ¡El sacrificio expiatorio, en su forma más
repugnante y bárbara, el sacrificio del inocente por los pecados de los
pecadores! ¡Qué horrible paganismo! Jesús había abolido el mismo
concepto de culpa; negado todo abismo entre Dios y el hombre; había
concebido esta unidad entre Dios y el hombre como su buena nueva...
¡Y no como privilegio! Desde aquel momento se llegó, gradualmente,
a crear el tipo de redentor: la doctrina del juicio y del retorno, la doctrina
de la muerte como una muerte expiatoria, la doctrina de la resurrección,
con la que es anulado todo el concepto de bienaventuranza,
la única y total realidad del Evangelio, en provecho de un estado subsiguiente
a la muerte... Pablo logificó luego sobre esta concepción,
sobre esta imprudente concepción, con aquella desfachatez rabínica
que le distinguía en todas las ocasiones: “si Cristo no resucitó después
de la muerte, nuestra fe es vana”. Y de golpe se hizo del Evangelio la
más despreciable de todas las promesas irrealizables: la impúdica
doctrina de la inmortalidad personal... ¡Pablo mismo la predicó como
una recompensa!...

42
Se ve lo que acaba con la muerte en la Cruz: una disposición
nueva y completamente original para un movimiento budístico de paz,
para una efectiva y no sólo prometida felicidad en la tierra. Porque
ésta sigue siendo- ya lo he puesto de relieve- la diferencia fundamental
entre las dos religiones de decadencia: el budismo no promete, sino
que cumple; el cristianismo lo promete todo, pero no cumple nada.
A la buena nueva siguió de cerca la pésima nueva: la de Pablo.
En Pablo se encarna el tipo opuesto al de buen mensajero, el genio del
odio, de la inexorable lógica del odio. ¿Qué ha sacrificado al odio este
disangelista? Ante todo, el redentor: le clavó en la cruz. La vida, el
ejemplo, la doctrina, la muerte, el sentido y el derecho de todo el
Evangelio, nada existió ya, cuando este monedero falso, movido por el
odio, comprendió qué era lo que únicamente necesitaba. ¡No la realidad,
no la verdad histórica! Y una vez más el instinto sacerdotal de
los hebreos cometió el mismo gran delito, contra la Historia: borró
simplemente el ayer, el antes de ayer del cristianismo; inventó por sí
una historia del primer cristianismo. Aún más: falsificó una vez más
la historia de Israel, para que apareciera como la prehistoria de su
obra; todos los profetas han hablado de su redentor... La Iglesia falsificó
más tarde hasta la historia de la Humanidad, haciendo de ella la
prehistoria del cristianismo... El tipo del redentor, su doctrina, su
práctica, su muerte, el sentido de la muerte, hasta lo que sucede después
de la muerte, nada permaneció intacto, nada permaneció ni siquiera
semejante a la realidad. Lo que hizo Pablo fue simplemente
transferir el centro de gravedad de toda aquella existencia detrás de tal
existencia, en la mentira del Jesús resucitado. En el fondo, tuvo necesidad
de la muerte en la Cruz y de algo más... Creer sincero a Pablo,
que tenía su patria en la sede principal de la luminosa filosofía estoica,
cuando con una alucinación se dispone la prueba de la supervivencia
del redentor, o bien prestar fe a su relación de haber él mismo tenido 
esta alucinación, sería, por parte de un filósofo, una verdadera
necedad: Pablo quiere el fin, por consiguiente, quiere los medios... Lo
que él mismo no creía, lo creyeron los idiotas entre los cuales sembró
él su doctrina.

Su necesidad era el poder: con Pablo, el sacerdote quiere una vez
más el poder; sólo podía servirse de ideas, teorías, símbolos con los
que se tiraniza a las masas y se forman los rebaños. ¿Qué es lo que
Mahoma únicamente tomó a préstamo, más tarde, del cristianismo?
La invención de Pablo, su medio para llegar a la tiranía del sacerdote:
la creencia en la inmortalidad, o sea la doctrina del juicio...

43
Si se coloca el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino
en el más allá- en la nada-, se ha arrebatado el centro de gravedad a la
vida en general. La gran mentira de la inmortalidad personal destruye
toda razón, toda naturaleza en el instinto; todo lo que en los instintos
es benéfico, favorable a la vida; todo lo que garantiza el porvenir despierta
desde entonces desconfianza. Vivir de modo que la vida no tenga
ningún sentido, es ahora el sentido de la vida... ¿A qué fin
solidaridad, a qué fin gratitud por el origen y por los antepasados, a
qué fin colaborar con confianza, promover y proponerse un bien común?...

Éstas son otras tantas tentaciones, otras tantas desviaciones
del justo camino: una sola cosa es necesaria... No se puede mirar con
bastante desprecio la doctrina según la cual cada uno de nosotros, en
calidad de alma inmortal, tiene igual categoría que los demás; y en la
colectividad de todas las criaturas la salvación de cada individuo puede
pretender una importancia eterna, y todos los hipócritas y semilocos
(Dreiviertes-Verrückte) pueden imaginar que por su amor las leyes
de la Naturaleza serán constantemente infringidas; no se puede mirar
con bastante desprecio semejante elevación de toda clase de egoísmos
que llega al infinito, a la impudicia...

Y, sin embargo, el cristianismo debe su victoria a esta miserable
adulación de la vanidad personal; con esto precisamente ha convertido
a sí todo le que está mal formado, lo que tiene intenciones de revuelta,
lo que se encuentra mal, todo el desecho y la hez de la Humanidad.
“La salvación del alma” significa “el mundo gira en torno a mí”... El
veneno de la doctrina de la igualdad de derechos para todos fue vertido
y difundido por el cristianismo; partiendo de los rincones más
ocultos de los malos instintos, ha movido una guerra mortal a todo
sentimiento de respeto y de distancia entre hombre y hombre, es decir,
a la premisa de toda elevación, de todo aumento de cultura: del rencor
de las masas hizo su arma principal contra nosotros, contra todo lo
que es noble, alegre, generoso, en la tierra, contra nuestra felicidad en
la tierra... Conceder la inmortalidad a cualquiera fue hasta ahora el
mayor y más pérfido atentado contra la humanidad noble.
¡Y no demos poca importancia al hecho de que el cristianismo se
ha insinuado aún en la política! Nadie tiene hoy ya el valor de los privilegios,
de los derechos patronales, de experimentar sentimientos de
respeto de sí mismo y de sus semejantes; de sentir el pathos de la distancia...
¡Nuestra política está enferma de esta falta de valor!
La aristocracia de la mentalidad fue más subterráneamente minada
por la mentira de la igualdad de las almas: y si la creencia en el
privilegio de la mayoría hace revoluciones y las seguirá haciendo, el
cristianismo es, no se dude, las valoraciones cristianas: ¡son las que
convierten en sangre y delitos toda revolución! El cristianismo es una
insurrección de todo lo que se arrastra a ras de la tierra contra lo que
está arriba: el Evangelio de los humildes hace humildes...

44
Los Evangelios son inestimables como testimonios de la corrupción,
ya intolerable, que existía en el seno de las primeras comunidades
cristianas. Aquello que más tarde condujo Pablo a feliz término
con el cinismo lógico de un rabino, no fue más que un proceso de decadencia
que comenzó con la muerte del Redentor. Hay que leer los
Evangelios con grandísimas precauciones: detrás de cada palabra hay
una dificultad. Yo admito, y de esto se me deberá gratitud, que precisamente
por eso son para un psicólogo una diversión de primer orden:
como lo contrario de toda corrupción ingenua, como sofisticación por
excelencia, como una obra maestra de corrupción psicológica. Los
Evangelios tienen sustancialidad propia. La Biblia, en general, no
resiste ningún parangón. Estamos entre hebreos: primer punto de vista
para no perder por completo el hilo conductor. La transferencia de sí
mismo a la santidad, transferencia que precisamente se convierte en
genio y que no fue nunca alcanzada en otra parte por hombres ni por
libros, esta acuñación de moneda falsa, no es un caso de dotes especiales
de un individuo, de un temperamento de excepción. Para esto
es necesaria la raza. En el cristianismo, entendido como el arte de
mentir santamente, el judaísmo entero, una preparación y una técnica
judaica muy seria, que duró muchos siglos, consigue la maestría. El
cristiano, esta última ratio de la mentira, es una vez más el hebreo;
mejor, tres veces más... La voluntad sistemática de emplear solamente
conceptos, símbolos, gestos, que es demostrada por la práctica del
sacerdote; la instintiva repugnancia a cualquier otra práctica, a cualquier
otro género de perspectiva de valor y de utilidad, todo esto no es
sólo tradición, es “herencia”; sólo en calidad de herencia obra como
naturaleza. Toda la Humanidad, y hasta los mejores testigos de los
mejores tiempos (exceptuando uno sólo, el cual acaso es sencillamente
un superhombre), se dejaron engañar. Se leyó el Evangelio como el
libro de la inocencia...; nadie indicó con qué maestría se recita en el
Evangelio una comedia.

Ciertamente, si llegásemos a verla, aunque sólo fuera de pasada,
todos estos maravillosos hipócritas y santos artificiales, toda esta comedia,
terminarían; y precisamente porque no leo una palabra sin ver
gestos, acabo por dejarla... Yo no puedo soportar su modo de elevar
sus ojos al cielo... Afortunadamente, para los más los libros son mera
literatura. No debemos dejarnos engañar, ellos dicen: no juzguéis,
pero mandan al infierno a todo lo que constituye un obstáculo en su
camino.

Haciendo juzgar a Dios, juzgan ellos mismos; glorificando a
Dios se glorifican ellos mismos; exigiendo la virtud de que ellos mismos
son capaces- es decir, la virtud de que tienen necesidad para conservar
la dominación-, se dan grandes aires de luchar por la virtud, de
combatir por el predominio de la virtud. “Nosotros vivimos, nosotros
morimos, nosotros nos sacrificamos por el bien” (esto es, por la verdad,
por la luz, por el reino de Dios); en realidad, hacen lo que no
pueden menos de hacer. Mientras que, a modo de hipócritas, se
muestran humildes, se ocultan en los rincones, viven como sombras
en la sombra, hacen de esto un deber: su vida de humildad aparece
como un deber, y como deber es una prueba más de piedad hacia
Dios... ¡Ah, qué humilde, casto, misericordioso modo de impostura!
¡La virtud misma es confiscada por esa gentecilla; ellos saben cuál es
la importancia de la moral!

La realidad es que aquí la más consciente presunción de elegidos
desempeña el papel de modestia; desde entonces se han formado dos
partidos: el partido de la verdad, o sea ellos mismos, la comunidad,
los buenos y los justos, y, de otra parte, el resto del mundo... Éste fue
el más funesto delirio de grandezas que hasta ahora existió en la tierra:
pequeños abortos de hipócritas y mentirosos comenzaron a reivindicar
para sí los conceptos de Dios, verdad, luz, espíritu, amor,
sabiduría, vida, casi como sinónimos de ellos mismos, para establecer
así un límite entre ellos y el mundo; pequeños superlativos de hebreos,
maduros para toda clase de manicomio, hicieron girar en torno a ellos
mismos todo valor, como si precisamente el cristiano fuese el sentido,
la sal, la medida y también el último tribunal de todo lo demás...
Este funesto acontecimiento sólo se hizo posible por el hecho de
que ya había en el mundo un género afín de delirio de grandeza, afín
por raza: el judaico; apenas se abre el abismo entre hebreos y hebreocristianos,
a estos últimos no les quedó otra elección que emplear contra 
ellos mismos, contra los hebreos, los mismos procedimientos de
conservación que el instinto judaico aconsejaba, mientras que hasta
entonces los hebreos lo habían empleado contra todo lo que no era
hebreo. El cristiano, es sólo un hebreo de confesión más libre.

45
Doy un cierto número de pruebas de aquello que se le metió en la
cabeza a esa gentecilla, de lo que puso en labios de su maestro: simples
profesiones de fe de bellas almas.

“Y todos aquellos que no os recibieren ni os oyeren, saliendo de
allí, sacudid el polvo que está debajo de vuestros pies, en testimonio a
ellos. De cierto os digo que más tolerable será el castigo de los de Sodoma
y Gomorra el día del Juicio que el de aquella ciudad.” (Marcos,
 6, 11.) ¡Qué evangélico es esto!

“Y cualquiera que escandalizare a uno de estos pequeñitos que
creen en mi, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino el cuello,
y fuera echado en la mar” (Marcos, 9, 42.) ¡Qué evangélico es
esto!

“Y si tu ojo te fuere ocasión de caer, sácalo: mejor te es entrar al
reino de Dios con un ojo que teniendo dos ojos ser echado a la Gehenna,
donde el gusano de ellos no muere y el fuego nunca se apaga.”
(Marcos. 9, 47.) No se trata precisamente de los ojos...

“También les dijo: «De cierto os digo que hay algunos de los que
están aquí que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de
Dios, que viene con potencia».” (Marcos, 9, l.) Mientes muy bien, ¡oh
león!

“Cualquiera que quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
y tome su cruz y sígame. Porque...” (“Observación de un psicólogo”:
la moral cristiana es refutada por sus porqués; sus argumentos
refutan, y esto es cristiano.) (Marcos, 8, 34.) 

“No juzgaréis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio
con que juzguéis seréis juzgados; y con la medida con que medís, os
volverán a medir”. (Mateo, 7, l.) ¡Qué concepto de la justicia, de un
juez justo!...

“Porque si amareis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?
¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si abrazaseis a vuestros
hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen así también
los Gentiles?” (Mateo, 5, 46.) Principio del amor cristiano: en fin de
cuentas, quiere ser bien pagado...

“Mas si no perdonareis a los hombres sus ofensas, tampoco
vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas.” (Mateo, 6, 15.) Muy
comprometedor para el susodicho Padre...

“Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas
estas cosas os serán añadidas.” (Mateo, 6, 33.) Todas estas cosas, es
decir: comida, vestidos, todo lo que hace falta en la vida. Es un error
para hablar modestamente... Poco antes, Dios aparece en calidad de
sastre; por lo menos, en ciertos casos...

“Gozaos en aquel día, y alegraos; porque he aquí vuestro galardón
es grande en los cielos, porque así hacían sus padres a los profetas.”
(Lucas, 6, 23.) ¡Oh cínica canalla! Ya se compara con los
profetas...

“¿No habéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios
mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios destruirá
al tal; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.” (Pablo,
a los corintios, I, 3, 16.) Cosas como ésta no serán nunca bastante
despreciadas...

“¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el
mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas
muy pequeñas?” (Pablo, a los corintios, I, 6, 2.) Desgraciadamente,
esto no es sólo el discurso de un loco... Este terrible mentidor continúa,
textualmente, así: “¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?
¿Cuánto más las cosas de este siglo?”

“¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Porque por
no haber el mundo conocido la sabiduría de Dios, a Dios por sabiduría,
agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.
No sois muchos sabios, según la carne; no muchos poderosos, no
muchos nobles. Antes, lo necio del mundo escogió Dios para avergonzarnos
a los sabios; y lo flaco del mundo escogió Dios para avergonzar
lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que
no es, para deshacer lo que es: para que ninguna carne se jacte de su
presencia.” (Pablo, a los corintios, 1, 20 y sig.) Para comprender este
pasaje, testimonio capital de la psicología de toda moral de chandala,
léase la primera parte de mi Genealogía de la moral; en ella se pone
de manifiesto por primera vez la contradicción entre una moral noble
y una moral de chandala, nacida del rencor y de la venganza impotente,
Pablo fue el mayor de los apóstoles de la venganza...

46
¿Qué se deduce de aquí? De aquí se deduce que es conveniente
ponerse los guantes cuando se lee el Nuevo Testamento. Casi nos
obliga a ello la presencia de tanta impureza. Nos guardaremos de escoger
para el trato cristianos primitivos, como nos guardaríamos de
los judíos polacos: no hay que oponerles reparo alguno, pero tienen
mal olor.

En vano he buscado en el Nuevo Testamento un rasgo simpático:
nada hay en él que sea libre, benévolo, franco ni honesto. Aquí no ha
comenzado todavía el humanismo, falta el instinto de limpieza; en el
Nuevo Testamento no hay mas que malos instintos. Todo es vileza;
todo allí es un cerrar los ojos y un engañarse a sí mismo. Cuando se
ha leído el Nuevo Testamento, cualquier otro libro parece limpio: para
poner un ejemplo, yo, después de haber leído a san Pablo, leí con verdadero
arrebato a Petronio, aquel gracioso y petulante humorista, del
cual se podría decir lo que Domenico Boccaccio escribía de César
Borja al duque de Parma: “Es inmortalmente sano, inmortalmente
sereno y bien constituido: é tutto festo...”

Estos hipocritillas desbarran precisamente en lo esencial. Atacan,
pero todo lo que es atacado por ellos se hace por esto mismo distinguido.
Cuando un cristiano primitivo ataca, el atacado no resulta
con mancha; por el contrario es un honor tener contra sí cristianos
primitivos. No se puede leer el Nuevo Testamento sin sentir predilección
por lo que en él resulta maltratado, para no hablar de la sabiduría
de este mundo, que un descarado fanfarrón intenta en vano desacreditar
con predicaciones estúpidas... Hasta los escribas y los fariseos
han sacado provecho de semejantes adversarios: debieron tener algún
valor para ser odiados de manera tan indecente. ¡La hipocresía, he
aquí un reproche que los cristianos primitivos tendrían derecho, a
hacer! Por último, escribas y fariseos eran privilegiados: esto basta, el
odio de los chandalas no tiene necesidad de otros motivos. El primer
cristiano, y temo que también el último cristiano, que acaso yo viva lo
suficiente para ver, es rebelde por un profundo instinto contra todo lo
que es privilegiado; vive y combate siempre por la igualdad de derechos...
Si se observa mejor, no tiene elección. Si se quiere ser, personalmente,
un elegido de Dios, o un templo de Dios, o un juez de los
ángeles, entonces todo otro principio de elección, por ejemplo, la elección
fundada en la probidad, en el espíritu y en el orgullo, en la belleza
y en la libertad del corazón, se hace simplemente mundo, el mal en
sí... Moraleja: toda palabra en labios de un cristiano primitivo es una
mentira, cada una de sus acciones es una falsedad instintiva; todos sus
valores, todos sus fines son nocivos, pero lo que odia, esto tiene valor...
 El. cristiano, el cristiano sacerdote particularmente, es un criterio
de los valores.

Debo aún añadir que en todo el Nuevo Testamento se encuentra
una sola figura que se deba honrar: Pilatos, el gobernador romano.
Tomar en serio un asunto entre judíos, es cosa a la que no se resuelve.
Un judío de más o menos, ¿qué importancia tiene?... La noble ironía
de un romano, ante el cual se ha hecho un cínico abuso de la palabra
verdad, ha enriquecido el Nuevo Testamento con la única palabra que
tiene valor, que es por sí la crítica y aún el aniquilamiento del Nuevo
Testamento: ¿qué es la verdad?...

47
Lo que nos distingue no es el hecho de que no encontramos a
Dios ni en la historia, ni en la naturaleza, ni detrás de la naturaleza,
sino el hecho de que consideramos lo que se oculta bajo el nombre de
Dios, no como divino, sino como miserable, absurdo, nocivo; no sólo
como error, sino como delito contra la vida... Nosotros negamos a
Dios en cuanto Dios... Si se nos demostrase este Dios de los cristianos,
creeríamos aún menos en él. Para expresarnos con una fórmula: Deus,
qualem Paulus creavit, dei negatio.

Una religión como el cristianismo, que en ningún punto se encuentra
en contacto con la realidad, que se quiebra en cuanto la verdad
adquiere sus derechos aún en un solo punto, debe naturalmente
ser enemiga mortal de la sabiduría del mundo, o sea de la ciencia;
debe aprobar todos los medios con que la disciplina del espíritu, la
pureza y la serenidad en los casos de conciencia del espíritu, la noble
frialdad y libertad del espíritu pueden ser envenenadas, calumniadas,
difamadas. La fe como imperativo es el veto contra la ciencia; en la
práctica es la mentira a toda costa... Pablo comprendió que la mentiraque
la fe- es necesaria; a su vez la Iglesia, más tarde, comprendió a
Pablo.

Aquel Dios que Pablo se inventó, un Dios que desacredita la sabiduría
del mundo (o en sentido estricto, los dos grandes adversarios
de toda superstición: la filología y la medicina), no es en realidad mas
que la resuelta decisión de Pablo de llamar Dios a su propia voluntad,
la Thora; esto es judaico. Pablo quiere desacreditar la sabiduría del
mundo: sus enemigos son los buenos filólogos y los médicos de la escuela
alejandrina; a éstos les hace la guerra. En realidad, no se es filólogo 
y médico sin ser al mismo tiempo anticristiano. Porque en calidad
de filólogos se mira detrás de los libros santos, y en calidad de
médicos se ve detrás del cristiano típico la degeneración psicológica.
El médico dice: Incurable; el filólogo dice: Charlatanería.

48
¿Se ha entendido bien la famosa historia que se encuentra el
principio de la Biblia, la del terrible miedo de Dios ante la ciencia? No
se ha comprendido. Este libro de sacerdotes por antonomasia comienza,
como es justo, con la gran dificultad íntima del sacerdote: el sacerdote
tiene solo peligro; por consiguiente, Dios tiene sólo un gran
peligro.

El viejo Dios, todo espíritu, todo gran sacerdote, todo perfección,
pasea por distracción en sus jardines; pero se aburre. En vano luchan
contra el tedio los dioses mismos. ¿Qué hace Dios? Inventa al hombre;
el hombre es divertido... Pero he aquí que también el hombre se aburre.
La compasión de Dios por la única miseria que todos los Paraísos
tienen en si, no conoce límites: pronto creó otros animales. Primer
error de Dios: el hombre no encontró divertidos a los animales- fue su
amo, no quiso ser un animal. Después de esto Dios creó a la mujer. Y,
en realidad, entonces acabó de aburrirse; pero acabaron también otras
cosas. La mujer fue el segundo error de Dios. “La mujer es, por su
naturaleza, serpiente: Eva”; esto lo sabe todo sacerdote; “de las mujeres
procede todo el mal sobre la tierra”; esto también lo sabe todo sacerdote.
“Por consiguiente, también de ella viene la ciencia...”

Precisamente, de la mujer aprende el hombre a gustar el árbol del conocimiento...
¿Qué había sucedido? El viejo Dios se vio acometido de un tremendo
error. El hombre mismo se había hecho su mayor error; Dios
se había creado un rival; la ciencia nos hace iguales a Dios; ¡cuando él
hombre se hace sabio han terminado los sacerdotes y los dioses! Moraleja: 
la ciencia es la cosa vedada en sí, es lo único vedado. La ciencia
es el primer pecado, el germen de todos los pecados, el pecado
original. Sólo esto es la moral. Tú no debes conocer: todo lo demás se
sigue de aquí. El tremendo miedo experimentado por Dios no le impidió
ser hábil. ¿Cómo nos defenderemos de la ciencia? Éste fue durante
mucho tiempo su problema capital, Respuesta: ¡Arrojemos al hombre
del Paraíso! La felicidad, el ocio, conducen a pensar; todos los pensamientos
son malos pensamientos... El hombre no debe pensar.

Y el sacerdote en sí inventa la miseria, la muerte, los peligros
mortales del parto, toda clase de sufrimientos, de dolores, de fatigas, y
sobre todo la enfermedad; ¡simples medios en la lucha contra la ciencia!
La miseria le impide al hombre pensar... Y, sin embargo, ¡cosa terrible!,
la obra de la ciencia se eleva, llega hasta el cielo, haciendo
palidecer a los dioses. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra,
separa a los pueblos, hace que los hombres se destruyan unos a otros
(los sacerdotes tuvieron siempre necesidad de la guerra). ¡De la guerra,
que, entre otras cosas, es una gran perturbadora de la paz de la
ciencia! ¡Oh cosa increíble! No obstante la guerra, la ciencia, la
emancipación del poder del sacerdote, aumentan. Y una última decisión
se presenta al viejo Dios: El hombre se ha hecho científico; no
sirve, hay que ahogarlo.

49
¿Se me ha entendido? El comienzo de la Biblia contiene toda la
psicología del sacerdote. El sacerdote sólo conoce un peligro: la ciencia,
el sano concepto de causa y efecto. Pero la ciencia prospera conjuntamente
sólo en situaciones favorables; hay que tener tiempo, hay
que tener espíritu de sobra para investigar... Por consiguiente, se debe
hacer al hombre infeliz: ésta fue en todo tiempo la lógica del sacerdote.

Ya se adivina qué ha entrado en el mundo con arreglo a esta lógica:
el pecado. El concepto de culpa y de castigo, todo el orden moral
del mundo fue inventado contra la ciencia, contra la liberación del
hombre del poder del sacerdote... El hombre no debe mirar fuera de sí,
sino dentro de sí; no debe mirar en las cosas con habilidad y prudencia
para aprender; en general, ni debe mirar; debe sufrir... Y debe sufrir
de modo que tenga constantemente necesidad del sacerdote. ¡Fuera los
médicos! ¡Hay necesidad de un salvador! ¡El concepto de culpa y de
castigo, comprendida la doctrina de la gracia, de la redención, del
perdón- todas completas mentiras privadas de toda realidad psicológica-
fue inventado para destruir en el hombre el sentido de las causas;
fue un atentado contra la noción de causa y efecto! ¡Y no un atentado
realizado con el puño, con el cuchillo, con la sinceridad en el odio y
en el amor, sino partiendo de los instintos más viles, más astutos, más
bajos! ¡Un atentado de sacerdotes! ¡Un atentado de parásitos! ¡Un
vampirismo de pálidas sanguijuelas subterráneas!... Si las consecuencias
naturales de una acción no son ya naturales, sino que se fantasea
que sean influidas por conceptos fantasmas de la superstición, por
Dios, por espíritus, por almas, como consecuencias puramente morales,
como premio, castigo, indicación, medio de educación, es destruida
la premisa de la ciencia y se ha cometido el mayor delito contra
la humanidad. El pecado, repitámoslo, esa forma por excelencia de
descaro por parte de la humanidad, fue inventado para hacer imposible
la ciencia, la civilización y el ennoblecimiento del hombre; el sacerdote
domina gracias a la invención del pecado.

50
Al llegar a este punto no puedo prescindir de una psicología de
la fe, del creyente, a favor, como es justo, de los creyentes. Si tampoco
faltan hoy personas que ignoran cuán indecoroso es el ser creyente- o
cómo esto es un signo de decadencia, de falta de voluntad de vivir-, ya
se sabrá mañana. Mi voz llega incluso a los duros de oído. Parece, si
no he comprendido mal, que hay entre los cristianos un criterio de la
verdad que se llama la prueba de la fuerza. La fe nos hace felices: luego
es verdadera. Ante todo, se podría objetar aquí que la felicidad
tampoco está demostrada, sino que no es mas que una promesa: la
felicidad va unida a las condiciones de la fe; hay que ser feliz porque
se cree... Pero ¿cómo se puede demostrar que efectivamente sucede lo
que el sacerdote promete al creyente en un más allá inaccesible a todo
control? La presunta prueba de la fuerza es, por consiguiente, a su vez
la creencia en que no faltará aquel efecto que se nos promete por la fe.
Aderezado en una fórmula: “yo creo que la fe nos hace, felices; por
consiguiente, la fe es verdadera.” Pero con esto estamos ya al cabo de
la calle. Aquel “por consiguiente” es el absurdo mismo tomado como
criterio de verdad.

Pero supongamos, con alguna indulgencia, que esté demostrado
que la fe asegura la felicidad (que la felicidad no es sólo deseada, no
es sólo prometida de labios un tanto sospechosos, de los sacerdotes):
¿fue nunca la felicidad- o para hablar técnicamente, el placer- una
prueba de la verdad? Dista tanto de serlo que casi es lo contrario; en
todo caso es la más vehemente sospecha contra la “verdad”, cuando
sentimientos de placer toman la palabra a la pregunta: ¿qué es la verdad?
La prueba del placer es una prueba para el placer, nada más. ¿De
dónde se podrá sacar que precisamente los juicios verdaderos causan
mayor placer que los falsos, y que, de conformidad con una armonía
preestablecida, llevan necesariamente consigo sentimientos placenteros?
La experiencia de todos los espíritus severos y profundos enseña
lo contrario. Para conquistar la verdad hay que sacrificar casi todo lo
que es grato a nuestro corazón, a nuestro amor, a nuestra confianza en
la vida. Para ello es necesario grandeza de alma: el servicio de la verdad
es el más duro de todos los servicios. ¿Qué significa ser probo en
las cosas del espíritu? Significa ser severos con nuestro propio corazón,
despreciar los bellos sentimientos y formarse una conciencia de
cada sí y de cada no. La fe nos hace felices, por lo tanto miente.


Una breve visita a un manicomio nos enseña con suficiente claridad
que la fe en ciertas circunstancias hace hombres felices, que la
felicidad no hace de una idea fija una idea verdadera, que la fe no
transporta las montañas, sino que coloca montañas donde no las hay.
Esto no convence a un sacerdote, porque éste niega por instinto que la
enfermedad sea una enfermedad y el manicomio un manicomio. El
cristianismo tiene necesidad de la enfermedad, casi como la Grecia
tenía necesidad de un exceso de salud; hacer enfermos es la verdadera
intención recóndita de todo el sistema de salvación propio de la Iglesia.
Y la Iglesia misma, ¿no es el manicomio católico como último
ideal? ¿La tierra, en general, como manicomio? El hombre religioso,
cual le quiere la Iglesia, es un decadente típico; el momento en que
una crisis religiosa se posesiona de un pueblo es siempre caracterizado
por epidemias nerviosas; el mundo interno del hombre religioso se
parece al mundo interior de los sobreexcitados y de los agotados, hasta
el punto de confundirse con él; los más elevados estados de ánimo que
el cristianismo ha colocado sobre la humanidad como valores supremos,
son formas epileptoides; la Iglesia ha santificado solamente a
locos o a grandes impostores in majorem dei honorem... Yo osé una
vez definir todo el training cristiano de la expiación y de la redención
(hoy estudiado especialmente en Inglaterra) como una locura circular
producida metódicamente, como es natural, sobre un terreno ya preparado,
o sea fundamentalmente morboso. Nadie es libre de llegar a ser
cristiano: no se convierte la gente al cristianismo, hay que estar bastante
enfermo para el cristianismo...

Nosotros, que tenemos el valor de la salud y también del desprecio,
¡cuánto derecho tenemos a despreciar una religión que enseñó a
comprender mal el cuerpo, que no quiso desembarazarse de la superstición
del alma!; ¡que hace un mérito de la falta de alimentación!;
¡que combate en la salud una especie de enemigo, de diablo, de
ción!; ¡que se persuadió de que es posible llevar un alma perfecta en
un cuerpo cadavérico, y a este fin debió formarse una nueva concepción
de la perfección, una criatura pálida, enfermiza, idiotamente fanática,
la dicha santidad, la santidad que es simplemente una serie de
síntomas de un cuerpo empobrecido, enervado, irremediablemente
lesionado!...

El movimiento cristiano como movimiento europeo es, a priori,
un movimiento colectivo de los elementos de desecho y de descarte de
todo género (los cuales quieren llegar con el cristianismo al poder).
No expresa el ocaso de una raza, es un agregado de formas de decadencia
provenientes de todo lugar, las cuales se reúnen y se buscan.
No es, como se cree, la corrupción de la antigüedad misma, de la noble
antigüedad que hizo posible el cristianismo; nunca se combatirá
con suficiente saña, el idiotismo erudito que aún sostiene una cosa
semejante. En la época en que las capas sociales enfermizas y dañadas
del chandala se cristianizaron en todo el imperio romano, el tipo
opuesto, la nobleza, existía precisamente en su forma más hermosa y
más dura. El gran número alcanzó el poder; el democratismo de los
instintos cristianos venció... El cristianismo no fue nacional, no se
concretó a una raza; se dirigió a todos los desheredados de la vida,
encontró en todas partes sus aliados. El cristianismo tiene en su base
el rencor de los enfermos, dirige sus instintos contra los sanos, contra
la salud. Todo lo que está bien constituido, todo lo que es altivo, orgulloso,
sobre todo la belleza, lastima sus ojos y sus oídos. Recordaré,
una vez más, la inestimable frase de Pablo: “Lo que es débil a los ojos
del mundo, lo que es loco para el mundo, lo que es innoble y despreciable
para el mundo, fue elegido por Dios”; ésta fue la fórmula, in
hoc signo llegó la decadencia.

Dios en la cruz, ¿todavía no se puede comprender el terrible pensamiento
oculto en este símbolo? Todo lo que es sufrimiento, todo lo
que está suspendido de una cruz es divino... Todos nosotros estamos
suspendidos de una cruz, por consiguiente, todos nosotros somos divinos...
Nosotros solos somos divinos... El cristianismo fue una victoria del shandala por él
pereció una mentalidad más noble; el cristianismo ha sido hasta
hoy la más grande desgracia de la humanidad.